17 enero 2025

¡Bienvenidos a Trumpomuskomolochia! ¡Bienvenidas a la Tercera Guerra Mundial de Barbacoas de Mascotas!



A la sombra de la Casa Blanca, ahora coronada por antenas que parecían más diseñadas para convocar demonios que para emitir señales, el aire estaba impregnado de un hedor indescriptible. La cúpula del Capitolio, o lo que quedaba de ella, brillaba débilmente bajo un cielo saturado de drones militares y nubes de ceniza radiactiva. Era un día gris y nublado, el viento soplaba con una frialdad que hacía temblar incluso a las estatuas derruidas de antiguos héroes americanos.

En el jardín de la Casa Blanca —o "El Bosco redivivo", como lo llamaba su nuevo ocupante— un anciano de 79 años, vestido con la túnica blanca y la capucha del Ku Klux Klan, se movía con una energía que desafiaba tanto a su edad como al sentido común. Su rostro, cruzado por arrugas tan profundas como grietas tectónicas, y sus ojos, que parecían dos faros encendidos por la locura, brillaban mientras sujetaba un gato gris que maullaba con desesperación. El pobre animal tenía un cartelito colgado al cuello: "Cena para el Presidente". Todo tenía que estar etiquetado para que el presidente no se confundiera y acabara cenando alguno de los últimos smartphones operativos sobre la Tierra mientras trataba de hablar pegándose a la oreja un chihuahua embalsamado en manteca de cacahuete.

Donald Trump, autoproclamado "Salvador Supremo de la Tierra Plana", había retomado la presidencia en medio de vítores de sus seguidores y la indiferencia plana de los habitantes de la parte más plana de la Tierra, cuyo encefalograma también es plano por imperativo geométrico. Su primera orden ejecutiva había sido redecorar los jardines presidenciales en un estilo que él describía como "medieval chic". Ahora, la Casa Blanca parecía más un castillo postapocalíptico biomecánico que el centro del poder global: una barbacoa oxidada chisporroteaba en el centro del patio, rodeada de hileras de jaulas llenas de animales aterrorizados. Algunos eran mascotas que habían sido confiscadas bajo la nueva ley de "Austeridad Culinaria Patriótica", otros podrían ser modelos para Giger, que en el cielo esté.

Trump, que observaba la escena desde una silla de oro montada sobre ruedas blindadas, masticaba lentamente lo que parecía la oreja de un golden retriever. A su alrededor, hologramas proyectaban su discurso inaugural en bucle:

"¡América está de vuelta! ¡Más fuerte, más grande y más plana que nunca!"

Las bombas ectoplásmicas continuaban cayendo sobre Moscú, el telón de fondo perfecto para el grotesco banquete que se desarrollaba en el jardín. Sus consejeros, una colección de lunáticos y sociópatas con implantes cibernéticos rudimentarios marca Acme, aplaudían cada explosión como si fueran fuegos artificiales de Año Nuevo. Una asesora médium, envuelta en una capa hecha de piel de zorro (que probablemente todavía estaba vivo), acariciaba una bola de cristal conectada a un sistema de inteligencia artificial, murmurando predicciones ininteligibles sobre un futuro en el que Tesla ya no fabricaría coches, sino ataúdes eléctricos que volarían al espacio sideral para no ocupar espacio en el planeta.

Mientras tanto, el anciano de la túnica blanca colocaba al gato gris sobre una mesa toscamente tallada. La madera estaba decorada con cuchillos de hierro forjado y utensilios que parecían diseñados más para rituales satánicos que para preparar comida. Trump, desde su trono rodante, observaba con una sonrisa de satisfacción.

—¡Ese gato se ve delicioso! —rugió, levantando una copa de vino tinto que, según los rumores, contenía la sangre de un influencer vegano ejecutado por traición gastronómica.

El anciano encendió la barbacoa con un chasquido de sus dedos, y las llamas danzaron con un entusiasmo casi sobrenatural. Cada chispa que saltaba parecía formar pequeños demonios que giraban en el aire antes de desvanecerse en risas macabras. Mientras el gato maullaba por última vez, el viento susurraba secretos oscuros que parecían surgir de las grietas de un mundo que ya no tenía sentido.

—¡Brindemos! —gritó Trump, levantando su copa hacia las cámaras que transmitían en directo a una audiencia global de esclavos asustados y fanáticos enloquecidos—. ¡Por la Tercera Guerra Mundial, que demostrará de una vez por todas que la Tierra es plana, porque vamos a aplanarla hasta que no quede ni una maldita montaña!

El anciano empezó a cortar el gato con una destreza que solo podía haberse aprendido en el canal de YouTube de Anibal Lechter. Alrededor, los consejeros se servían trozos de carne carbonizada de lo que antes había sido una piara de cerdos robóticos, modificados genéticamente para cantar el himno nacional antes de ser sacrificados.

Las sombras de los drones danzaban sobre el jardín, proyectando imágenes caóticas en las paredes de la Casa Blanca. Trump, con la boca llena de carne, señaló al horizonte donde una gigantesca apisonadora nuclear avanzaba lentamente hacia el este, nivelando todo a su paso.

—¡Ahí lo tienen! —gritó, con candente y pegajosa salsa barbacoa chorreando de la barbilla—. ¡La prueba definitiva de que yo tenía razón! ¡Que alguien llame a Elon Musk para que haga un cohete y lo pinte de mi color favorito: oro nuclear!

En el cielo, los hologramas de propagandas continuaban repitiendo oxímoros mientras el mundo se desmoronaba. Las bombas caían, las sombras se diluían en un resplandor más allá del blanco, y en el centro de todo, un hombre viejo y demente devoraba lo que quedaba de la humanidad, un mordisco a la vez. 

Y así, entre la barbacoa del apocalipsis y la locura desenfrenada de un presidente obsesionado con su propio reflejo y con las dimensiones de su cilindro regador, el mundo se deslizaba hacia un abismo donde la realidad, lo grotesco y lo cómico se fundían en una espiral interminable de vergüenza.

Firmado: Muhammad P & Muhammad V

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